Cada vez se habla más de la Rerre. Aunque decir que cada vez se habla más de la Rerre es caer en la trampa de creer que “se habla” –que millones de personas hablan– de lo que parloteamos políticos y periodistas. Entonces, va de nuevo: los políticos y los periodistas hablan cada vez más de la Rerrelección, entendida como la reforma constitucional que le permitiría a la doctora Fernández atornillarse a su sillón y a su cadena por unos años más.
La operación, que supo ser rumor durante meses, se va clamorizando. Ya salieron a defenderla gobernadores e intendentes –soldados de quien sea que sea el jefe– que arguyen, a la peronista descarnada, que “si el pueblo lo quiere el pueblo debe tenerlo” y que “no permitir que la presidenta se presente es proscribirla”. Son argumentos conocidos: ya los sostenía un tal Carlos Saúl. Y el segundo es patético por bobo, pero es un corolario del primero. El primero, eso de que el pueblo debe poder decidir si quiere Rerre, tiene un problema: esta república –tan mejorable– está basada en un principio más o menos filosófico: que hay reglas básicas consensuadas que se mantienen por encima de la voluntad mayoritaria de cada momento. ¿Eso está bien o mal? Yo creo que está bien: que esos principios existen para prevenir momentos de ceguera populista. Se podría discutir. Y, para no usar los clásicos ejemplos de Hitler o de Mussolini, podríamos usar el clásico ejemplo de la pena de muerte. En la Argentina, desde hace décadas –y más en los momentos, como éste, de furia segurista–, las encuestas muestran una mayoría cómoda de ciudadanos a favor de la pena de muerte. Y, aún así, no se instituye el asesinato de Estado porque se supone que el principio del respeto a la vida está por encima de esa voluntad popular. ¿Está bien o está mal? Yo creo que está bien. La idea de que una misma persona no debe gobernar durante décadas es otro de esos principios fundadores. ¿Está bien o está mal? Yo creo que está bien. La Argentina no solo rechazó una de las formas de la monarquía, el gobierno de un rey: se supone que las rechaza todas. Monarquía quiere decir gobierno de uno. Que a ese uno o una lo legitimen un dios o una diosa o un pueblo o una puebla no cambia el hecho de que el gobierno de uno o una es un fracaso de cualquier idea o ideo de pluralidad social, de construcción política, de capacidad de autogestión de una sociedad.
Otros no están de acuerdo. Por eso salieron ahora los intelectuales comprometidos –e incluso casados– de la Carta Abierta que postulan, empecinados, que el mantenimiento de la presidenta en el poder es la única forma de continuar este proceso –que, parece, no resulta del esfuerzo de un partido o un movimiento sino de una señora: que no es nada sin esa señora. Debe ser triste aceptar que, tras diez años mandando, un grupo no ha sido capaz de crear las estructuras y energías necesarias para no necesitar desesperadamente a una persona. Debe ser triste tener que reconocer que, si no pudieron hacer eso, es difícil que puedan hacer cualquier otra cosa. Debe ser triste obligarse a olvidar que la famosa política, tan de vuelta, tan en el centro –de la nada– últimamente, consiste al fin y al cabo en formar conjuntos de personas que pretenden lo mismo: conjuntos, no rebaños; grupos de hombres y mujeres unidos por sus ideas, no seguidores que se desharían sino tuvieran a papá o mamá delante; ciudadanos, no súbditos.
Pero ése no es el tema. El tema es que, con distintos slogans, el gobierno impulsa su Rerre, y a mí me intriga que así sea. Porque, más allá de ciertas discusiones, proponerla sería el favor más grande que le podría hacer a esta oposición aturullada, embobecida que tan bien lo sirve.
Si la Rerre está realmente en juego, las elecciones legislativas de 2013 se volverán un campeonato interesante. Si esa votación –que, si no, sería casi banal– debe decidir si Rerre o no Rerre, los partidos opositores tendrían un foco común, esa prenda de unión que no tienen ni tienen por qué tener –porque son sectores distintos con proyectos distintos. Pero contra la Rerre sí: todos podrían unirse en ese punto solo, firmar un compromiso de que sus elegidos se opondrán a cualquier proyecto reeleccionario. Entonces, sin perder sus particularidades, todos esos partidos representarían al mismo tiempo el No de un plebiscito sobre la perpetuación de una persona en el poder. Y, así, transformarían una pinche elección de medio término en barricada contra una forma moderna de la monarquía.
Si el gobierno quería mejorar en el noble arte del esputo ascendente –vulgo, escupir para arriba– no podría haber imaginado nada mucho mejor. Digo: nada aceleraría tanto su descomposición como la propuesta de la Rerre. Porque, insisto, entrega en bandeja una causa a sus timoratos adversarios: “la República –con erre mayúscula, por supuesto– está en peligro”, empezarán a decir los que siempre la pusieron en peligro, y también los que alguna vez incluso intentaron defenderla, y se sentirán intrépidos cruzados.
Y porque, al mismo tiempo, la propuesta obliga a sus aliados y seguidores y entenados a tragar otra píldora dura, a abundar en su abundante sapofagia, o a rebelarse de una vez y abandonarla: los pone entre la nada y la pared.
Unir y justificar a los enemigos, dividir y apretar a los amigos: hay que estar muy asustado, muy sin otros recursos para lanzarse en tal pendiente. Es preocupante: después de todo, manejan el país.
Lo cual no significa que no haya que cambiar cosas de esta Constitución. La Constitución argentina de 1994 está llena de errores que merecen ser cambiados –aunque antes, también, está llena de aciertos que merecen ser cumplidos. Pero si quieren mejorarla, muchachos, toquen todo menos lo que no se toca: no habiliten otra vez la jefatura sin límites, la sumisión a una persona. No estamos bien, pero con un monarca siempre estaremos un poquito peor. Eso, creo, lo sabemos muchos.
Fuente: http://blogs.elpais.com/pamplinas/