No nos acostumbremos (Por César Fiscina)
En noviembre del año pasado me desperté una mañana después de varios días en los que escuchaba hasta el cansancio debates políticos, en su mayoría improductivos y llenos de lugares comunes. Me subí al auto y con mi familia retándome por mi forma de analizar el panorama socio político nacional manejé hasta la Escuela Técnica a votar en el ballotage. Me bajé y caminé 100 metros muy despacio, todavía muy pero muy indeciso, tratando de ganar tiempo para pensar y decidir algo que me costaba. Estaba enojado y recién cuando estuve en el cuarto oscuro desapareció mi enojo, aunque fue reemplazado por otro sentimiento: indignación. No puedo estar obligado a elegir entre Scioli y Macri, no puedo, pensaba.
Admito que me simpatizaba levemente más el kirchnerismo que el macrismo, pero no así Scioli que Macri. De todas maneras ninguno me representa, ambos me provocan desilusión y ganas de “que se vayan todos”, o irme yo a alguna isla lejana a pescar y vivir utópicamente fuera del decadente sistema capitalista mundial.
Voté en blanco. “Voto tibio”, me dijo un amigo entre pizzas y cervezas. Tiene razón. Pero no pude votar, no pude delegarle el futuro del país a ninguno de los dos actores principales del debate nacional más vergonzoso, actuado, marketineado y vacío de la historia importante argentina. Tipos que no me representan, tipos con perfiles completamente diferentes a los argentinos que me cruzo en la calle.
En estos días que corren desfilan por tribunales de la injustica personajes macabros, y de ambos lados de la grieta se tiran con lo que tienen a mano utilizando para ello los medios dependientes que juegan para el mejor postor. Lejos de mi realidad está la necesidad de alistarme en cualquier de los dos grandes bandos, por suerte. Por eso puedo asquearme con los Báez, los Kirchner, los Macri, los Cristobal López, los Panamá Papers, los Jaime, los De Vido, los Boudou, los Etchegaray, los Awada, los Caputo, los Román (Cheeky), etc. Las empresas que financian campañas, los evasores devenidos en funcionarios. Los ñoquis, los ladris, los “empresarios” de la desigualdad y puedo seguir hasta el cansancio.
La mediatización de las inmensas redes de corrupción que se tejen desde hace décadas en Argentina nos amansó. Periodistas y medios cooptados por empresarios que bajan línea y frivolizan, negocian, culpan y exculpan y se convierten en una poderosísima máquina de acostumbrar cabezas al rimbombante circo de la corrupción y el desprecio por el pueblo trabajador.
No nos acostumbremos a las rejas, las alarmas y el alambre de púa. A la injusticia del corrupto poder judicial. A la inflación. A que los aumentos de sueldo sean simples ajustes a la realidad del país. A los mamarrachos convertidos en políticos. A que los jugadores de fútbol valgan millones de euros, está mal. A que los deshonestos se hagan los señores tomando café en el bar más pituco. A que quienes tuvieron que conducir los destinos del país no puedan justificar sus bienes. A las rutas asesinas. A los sindicatos que se pasan a los trabajadores por donde no les da el sol. A las barrabravas y sus canciones manchadas con sangre. A pagar internet de 3 megas y que te den 1 mega y muchas excusas. A Tinelli. A la usura bancaria y sus ilimitadas ganancias. A que sea “lo mismo un burro que un gran profesor”. A que toda la letra de Cambalache sea tan actual. A las guerras. A los noticieros morbosos. Al miedo. A que los gobernantes se llenen de oro. A los mentirosos. A que trabajar sea el leit motiv, trabajar 12 horas, trabajar y trabajar.
Es difícil imaginar un cambio real, palpable. Tener esperanza se me hace como soñar despierto. Imagino una única alternativa a tanta desidia: Una revolución cultural. Una vecina con la que ocasionalmente converso, quien seguramente leerá estas líneas, sabe de qué hablo. Pero lo dejo para otra nota/catarsis.
No nos acostumbremos a la corrupción.
No la justifiquemos, por favor.