Un minuto en domingo – Nacido para ser artista
Entrevista a Alberto D’Angelo.
Amayita. Alberto me dice Amayita y cada vez que me lo dice cambia el tono de su voz, lo amansa. Otras veces suelta el diminutivo de mí apellido con fuerza y acompaña ese decir abriendo grandes los ojos. O se para y da la vuelta a la mesa en la que estamos tomando mate un miércoles a la tarde y me aprieta fuerte la muñeca del brazo izquierdo y va dejando caer las palabras como un dominó mientras recupera su lugar, todo en un movimiento que parece ensayado, pero no. No hay nada predeterminado en este hombre que en el desandar de su propia historia encuentra todavía rincones para las lágrimas, rayos de sol para iluminar las alegrías y un lugar dónde se mide mano a mano con los dolores que parió queriendo ser lo que es: un artista: «A los 9 años, yo iba a la Escuela Nº1 y sentí que iba a ser artista. Palabra remañida para algunos, pero respetuosamente alojada en el corazón de muchos y afincada en el corazón mío desde niño. Fue muy bravo muchos años atrás plantarme y decir que yo era un artista. Podría haber elegido cualquier oficio o profesión, pero yo quise ser artista, lo fui y lo soy».
– ¿Y cómo te nació ese sentir?
– Mi mamá me hacía cantar para mis tías que se juntaban a cuerear y ellas no me daban mucha cabida pero a mi me gustaba cantar, aunque nunca fui un gran cantor. Yo iba a la Escuela Nº1 y mi querida maestra Olga Mussa también me hacía cantar. Ella fue la que me marcó, aunque todas eran buenas. Ella era mi segunda madre, me daba vergüenza si ella me retaba.
– ¿Qué tal eras como alumno?
Nunca fui un gran alumno, pero nunca le llevé flores a la maestra. ¿Me entendés, amayita? Una vez mi hijo Martín fue elegido el mejor alumno de la primera generación de alumnos de la escuela Enrique Udaondo. Me trajo el certificado, pero yo me sentí vacío. Me sentí completo cuando fue elegido mejor compañero. Lo otro no me servía, no por cómo y dónde yo me crié.
– ¿Y cómo y dónde te criaste?
– En el Barrio Saavedra, me crié en el Arroyo. Ahí se jugaba a cazar mariposas con la rama de cicuta, a la miliqueada con las chicas, a la mancha. En mi barrio estaban los Garavento, los Penela, los La Paz, los Larroca. Nos repartíamos los cachitos de una galletita, éramos generosos entre nosotros. Jugábamos al fútbol en la canchita de La Paz. Nuestro director técnico era Teodoro Flores. Jugaba hasta el Chino Oviedo que tenía problemas en una pierna y era un jugador más, lo puteábamos cuando se la morfaba, como a cualquiera. Teníamos la camiseta de Chacarita, por eso soy bostero y funebrero. En el barrio éramos invencibles y si venía un equipo fuerte como el Barrio Las Toscas que tenía a Pedrito Malegarie, Hugo Ricci, Angelito Español le tirábamos con la honda. La cancha del barrio tenía que terminar invicta. En el barrio, cuando mi mamá se enfermó grave para morir, los vecinos se turnaban para cuidarla porque todos eran muy solidarios. Me acuerdo también que cuando falleció mi abuela y mi papá fue a pagar la libreta del almacén Francisco Novell no se la cobró. Y eso que la tapa negra era tan sagrada, pero el viejo le dijo no, no le quiso cobrar. De a veinte pesos por mes se la fue pagando mi viejo.
– ¿Cómo eran tus padres?
– Mis papás me dieron todo. Si no fui médico no es porque ellos no me dieran la oportunidad de estudiar, sino que yo no quise serlo. A los 5 meses de nacido mis papás se tuvieron que ir a trabajar y yo me crié con mis abuelos. Mi abuelo traía a la casa todos los días un atado de cigarros de hojas «Flor de mayo» para mi abuela, un tinto para él y una manzana para mí.
Mis viejos volvían cuando podían. Yo no podía estar en Buenos Aires porque me afectaba el humo de las fábricas.
Mi mamá era enfermera en el Hospital Posadas y mi papá trabajaba en la Textil Alfa una fábrica ya desaparecida que estaba en la Avenida Gaona y Vergara. Mi papá también fue policía por un año y lo echaron porque le dieron orden de ir a buscar un capitalista del juego con el que él se había criado de pibe y se sacó la pilcha y la tiró: dijo que él eso no lo iba a hacer y no lo hizo.
– ¿La ausencia de tus papás condicionó tu infancia?
– No. Yo fui muy feliz. Te cuento esto para que vos veas cómo eran las cosas en mi barrio, amayita: La querida vieja Pina Benítez tenía una vaca que iba a comer dónde era la cancha del Club Arrecifes. Y esa vaca era sagrada, a nadie se le iba ocurrir tirarle un hondazo, porque te mataban a palo los más grandes. Y si te tocaba andar a las cachetadas con alguno y perdías eras igual o más respetado que si ganabas. Pero si, a veces había que pelear. De ese modo uno se ganaba el respeto. Y esa vaca nosotros la corríamos de lugar para que comiera del mejor pasto. La teníamos que cuidar porque de esa teta tomábamos leche todos. Y por eso vos me preguntas cómo fue mi infancia, amayita, y yo te tengo que decir que fue muy feliz. Nosotros éramos felices con poco.
– ¿Te fuiste del barrio en algún momento?
– Yo de mi barrio me fui a los 13 años. Cuando dejé de estudiar mi papá me llamó y me dijo «comida y cama tenés, pero si querés andar de vago, rebuscatela». Me atraparon las luces del centro, pero el corazón siempre pegado al arroyo. Mi barrio me dio a qué escribirle. A los 16 compuse mi canción insignia: «Miguel, rey del basural». Le escribí al tipo más humilde que había en Arrecifes ¿sabes por qué, amayita? Porque un día, yo con siete, ocho años, me estaba llevando en el carrito y cuando terminó el recorrido encontró una pulsera de oro. Y fue casa por casa preguntando de quién era hasta que dio con el dueño y la devolvió.
– ¿Y a dónde te llevaron las luces del centro?
– Conocí a mi maestro de la vida: Rubén Aníbal Insaurralde, el gran poeta que tuvo Arrecifes junto a Tito Arriola. Con el Negro, Rubén De Virgilio, Jaime Blanch, yo salía a dar serenata y cuando volvíamos el papá del Negro Insaurralde, Constancio, nos esperaba con un cacho de carne hecho a la parrilla y ahí estábamos con García Veiga, Rodolfo Fernández, El Palomo Martínez, García Bernaus. Ellos charlaban y si yo que era mucho más chico que la mayoría me quería meter y ellos no me decían «cállese». Me decían «usted escuche». Y en esas charlas ellos se reían, lloraban, contaban anécdotas y yo mamé esos códigos. Con ellos yo aprendí de la libertad. Y por eso siempre luché por ser un tipo libre.
– ¿Y lo lograste?
– Mirá, amayita. Hace 40 años decir que sos artista tenía un precio. Y a mi me costó el doble, pero tuve una virtud que me ayudó mucho: yo sabía que cantando era un mediocre. Era medio pelo. Entonces yo tenía que ser inteligente para poder vivir de lo que me gustaba desde hace 40 años hasta hoy. Tuve que tener claro hasta donde llegaba yo.
– ¿Qué es la libertad, entonces?
– Libertad es sinónimo de soledad. Y ese es un precio muy caro. Uno puede estar rodeado de gente, pero si esa gente no te comprende, estás solo.
Alberto D’angelo participó en muchos concursos en la zona entre su niñez y adolescencia, como parte de conjuntos folclóricos que se armaban en las escuelas. Y una vez que se quitó el guardapolvo antes de comenzar el segundo año de la secundaria, empezó a trabajar en diferentes dependencias municipales. Primero en el asilo de ancianos, después fue cadete del hospital y luego ingresó en Vialidad de la provincia de Buenos Aires. En ese momento salió sorteado para cumplir la instrucción militar obligatoria y unos años después se subió a un camión que lo llevó a andar por el Norte del país y escuchando los ruidos del silencio en los cerros entre Tucumán y Salto, renovó su amor por el folclore y supo que era hora de ponerle nombre a su sueño de artista.
– ¿Cómo nacieron las Voces del Viento?
– Yo lo escuché cantar a Hugo en la Peña de Panchi y lo invité a hacer un grupo. Yo estudié cuatro años de guitarra con Ermelindo Magallanes. Yo soy un cantor afinado, pero tengo fea vos. Y Hugo (NdR: Hugo González) era una maravilla. Con él lo fuimos a buscar a Victorio (NdR. Victorio Alegre) que también cantaba como los dioses. Nos creamos bajo la consigna «ustedes canten que yo hablo» y mal no nos salió. El nombre es mío, lo elegimos en la puerta de mi casa. Debutamos en el año 81′ en el Club Argentino que en ese momento tenía a Jaime Blanch como presidente. Era un cena y servían melón con jamón y yo pensaba para qué será esto.
La segunda actuación fue en el salón de la Unión Obrera Metalúrgica y luego vinieron otras presentaciones, entre ellas en la Peña de Panchi. Ahí conocieron a Oscar González, un vendedor de libros que financió la primera grabación de Las Voces del Viento vendiendo un Fiat 600. El trabajo discográfico se editó como casete y se llamó «Nombrando a mi gente» cuyo arte de tapa tenía una foto tomada por Tomi Barneche bajo el arco de la Plaza Mitre. Después vino «Corazón de potro», y la llegada de Oscar Mazzetti para reemplazar a Victorio Alegre en «Con el amor de siempre». Y ya en la época de los CD apareció «Divagando», el regreso de Victorio para «Entre siglo y siglo» y ya con Alberto Ferré registraron «Apasionados». Las Voces permanecieron durante 25 años, recorriendo buena parte del territorio argentino y pisando fuerte en los escenarios más notables. Dijeron adios en un show en el Balneario Municipal ante siete mil personas.
– ¿Qué vino después?
– La primer gira la hicimos a Córdoba en un Renault 4 que como rompía los semiejes, el Negro Jorge (mecánico) me prestó seis. Las gomas eran recapadas y tenía un solo foco adelante. Llevamos las guitarras, el bombo, la carpa, una olla y algunas pilchitas. Mi vieja me dio media bolsa de papás, unos cuantos paquetes de fideos y arrancamos. No conocíamos nada. Pero tuvimos suerte: estando allá nos encontramos con el dueño de una fábrica de pastas que funcionaba donde ahora es LVA, Mazzoni de apellido, que estaba en el mismo camping que nosotros y nos ayudó mucho. De Córdoba nos fuimos a Mar del plata y estuvimos cantando 75 noches de lunes a lunes y los sábados, en tres lugares. Nos pagaban a plata de hoy 300 pesos y la comida, en La Peña Salteña.
– ¿Cómo llegaron ahí?
Gracias a Chiche Dominé que tenía un negocio en la avenida Luro, le pedimos que nos de una mano y como todo Domine, todo corazón, primero nos llenó la mesa de comida, y después nos preguntó si teníamos material para escuchar y le dimos nuestro segundo casete «Corazón de potro» con la tapa dibujada por Bocha Porta y nos llevó a probar ahí. Cantamos viernes y sábado y nos quedamos desde el 28 de diciembre hasta el 17 de marzo. Cuando yo llegué, mi mujer había pintado la casa sola y a brocha. Y Mariano, mi segundo hijo que era chiquito, lloró cuando le estiré los brazos porque no me conocía. Por eso me dolieron los sueños, amayita.
– Con las Voces del Viento debes haber vivido muchos momentos inolvidables. Contame uno.
– Nos pasaron muchas cosas lindas: Estando en Mar del plata, nos anotamos para concursar en la Fiesta de La Papa. El ganador cobraba buena guita y entre 92 conjuntos, el jurado nos eligió porque consideraron que fuimos valientes porque siempre defendimos lo nuestro: Habíamos cantado «Miguel, rey del basural», «Para mi Tucumán“ y «Chaya Riojana». Además de la plata, el premio era tener un lugar en el escenario del Festival. La noche que nos tocó actuar estaban Cesar Isella, Valeria Lynch y Horacio Guarany. Hicimos una actuación maravillosa, había unos micrófonos que te robaban las palabras de la boca, yo recité como en mis mejores noches. Cuando terminamos, nos cambiamos y salimos con la pilcha al hombro entre la gente y alguien nos conoció y gritó «ahí van las voces del viento» y empezó a aplaudir toda la tribuna y sabes qué hizo Valeria Lynch, amayita… Cortó la canción y también se puso a aplaudir. Si yo hubiese sido doctor, esto no me hubiese pasado.
– ¿Ese fue el mejor aplauso que recibiste?
– Ese fue uno, pero hubo otros dos muy importantes en mi vida. Uno en Cosquín, el otro con La Osa Panda (NdR: banda de rock de Arrecifes). Vos no sabes, amayita, el elogio que significa que estos pibes me hayan invitado a mí a compartir un show con ellos habiendo tan buenos cantores en Arrecifes. Lo que ellos sabían es que siendo un medio pelo, en el escenario me la iba a jugar y me la jugué. Yo hubiese querido que a ellos les vaya mejor de lo que les fue, como también a Soldaditos y a Itoky y a todos los que intentan vivir del arte.
– ¿Por qué cuesta tanto cobrar por actuar, cantar o cualquier otra expresión artística?
– La mezcla del arte y el dinero es una mezcla media rara, pero yo estoy orgulloso de que en el arte nunca mentí. Tuve la suerte de tener el respeto de gente que es mucho mejor que yo y de tener amigos que me llevaban algunos años y de ellos aprendí mucho.
– ¿Esa mezcla es la que te puso en el lugar de discutido?
– A mí lo que me duele es que me quieren meter en el pelotón de lo que no soy. La sociedad tiene la necesidad de medirme, bueno que me juzguen, pero como artista. Porque eso es lo que soy, fui y seré: un artista popular. Yo cantaba en La Higuerilla y en todos los boliches. Para la gente pasé a ser malo porque yo decidí que nadie iba a hacer negocios conmigo, si me pedís que actuemos para ayudar a alguien, contá conmigo. La gente no se bancó que yo no sea un tibio, es que a los tibios los vomita dios. Y no ser un gris hizo que junto a mi mujer tenga esta casita que me la dio el folclore, y le di estudios a mis hijos con el folclore. Y ahí está mi éxito: viví la vida que quise.
– En una parte de la charla dijiste que los sueños te dolieron ¿Por qué?
– Fue muy duro soñar porque nunca mis compañeros me dijeron «hoy cantaste bien, Alberto». Y no es reproche, las cosas eran así, pero duele, amayita, si que duele. Nosotros estábamos haciendo aplaudir a Cosquín y para mi pueblo eran mejores los cantantes de las ciudades vecinas, ¿me entendés?. Pero hubo un sueño que no pude cumplir y me dolió más que todo: Cuando volvíamos de Cosquín, pasando por Río Cuarto, después haber sido muy aplaudidos le dije a Hugo y a Victorio que mi sueño era que cuando lleguemos a Todd estuviese el autobomba de los Bomberos en Todd para escoltarnos hasta Arrecifes para que la gente nos reciba como a los campeones del automovilismo. Y cuando llegamos, no había nadie. Pero sabes qué, amayita, yo cambié la historia de la palmadita y hoy cobra todo el mundo. El más alto exponente de la música de Arrecifes se llamó Máximo Lozano. Yo lo escuchaba por horas y un día le dije «por qué Dios no me dio el don tuyo» y él me respondió «por la misma razón que no me dio el tuyo a mí. Yo me regalé, pero vos dignificaste la profesión, y te lo digo hoy mamado y mañana te lo voy a decir fresco». Lozano le cantó a todo el mundo, cantó en los cumpleaños, en los bautismos, en los casamientos, siempre gratis. ¿Sabes cuántas personas fueron al velorio de Lozano, amayita? 36 personas. Las conté una por una. Esa noche estábamos Chacho Mariezcurrena, El viejo Charras, Pepe Menéndez y yo, solos. Y llegó una barra de más de treinta tipos de Salto y entre ellos estaba el Zorro Sequeira, cantor, recitador. Se acercó al cajón y mirándolo a Lozano le dijo: «troesma, si usted hubiese sido de Salto este velorio hubiese sido una romería». Entonces ahí sentí que todo lo que hice, estuvo bien hecho.
¿Y cuando te toque estar a vos ahí?
Morirme hoy me dolería no por la muerte misma sino porque tengo ganas de hacer muchas cosas, quiero ver que sigue. Pero hay dos cosas que se: yo voy a morir amando el folclore.
– ¿Y la otra?
El que me quiera ir a ver, que me vaya a ver. Pero no quiero morir como Lozano.
«He de seguir viviendo como vivo
pues de tanto vivir, vivo pensando,
que en el examen final de lo vivido,
demostraré que no he vivido en vano.
Si yo he sido capaz de lo que he sido
sin un logro, quizás, por lo luchado,
me conformo simplemente con lo hecho,
haber dado lo que di, solo por darlo.
Me conformo con el amor de mi familia
y ese amigo que siempre está esperando
para poder decir: gracias hermano.
Soy feliz de haber nacido, soy feliz de haber vivido
soy feliz, soy feliz de haber amado».